Las controversias mundanas

El otro día se me acabaron los carretes de hilo blanco y negro. Una que es una costurillas y va remendando la ropa con esmero, con un dedal que era de mi abuela, porque ya se sabe, costurera sin dedal, cose poco y cose mal.

Total que hoy al salir del trabajo me he pasado por la mercería de El Corte Inglés. Yo soy más de mercerías de barrio, de “quién da la vez” y de “mire que puntilla tan mona que me ha venido esta semana”, pero como al mediodía están cerradas pues he sucumbido ante los eternos horarios de los centros comerciales.

Y ahí estaba yo, en la quinta planta, esperando, armada con la paciencia que le robé al santo Job en un descuido, haciendo cola en la caja para pagar mis carretes de hilo. De tanto esperar estaba ya planeando el robo y la huída, cuando la señora del vestido verde pistacho, culpable de la interminable espera, me ha sacado de mis cavilaciones:
“Mire usté, una cosa que le quería preguntar” le ha dicho a la cajera mientras yo me temía que no iba a salir de ahí en la vida, que me encontrarían cadáver muchos años después con dos carretes de hilo fosilizados en la mano “es que mi marido ha fallecido hace un mes ¿sabe?, y yo que tengo la tarjeta de El Corte Inglés, porque me gusta a mi tenerla ¿sabe?, pues quería saber si le tengo que cambiar de nombre o qué; porque el otro día, no vea que vergüenza, no me dejaron pagar con ella y le tuve que pedir dinero prestado a una amiga, y teniendo yo la tarjeta pueeeesss….”

Mis pies estaban ya echando raíces, fundiéndose con el plástico gris del suelo, y comenzaba a hacerme a la idea de pasar allí la noche cuando la dependienta, una mujer de unos 50 años, rubia platino, enfundada en su uniforme de la tienda de toda la vida de dios, va y dice:
“¡Hombre pues claro! ¡Porque quien me dice a mi si su marido está muerto o no está muerto!”
Todo delicadeza y tacto. Marca registrada El Corte Inglés. Encantadora.

La cara de la buena señora se estaba poniendo del mismito color que el vestido que calzaba. La rubia, que cae en que ha metido la pata, al fin y al cabo no es rubia natural, hace acopio de toda la sensibilidad que puede reunir y titubea una disculpa a su manera:
“A ver, quiero decir, que si se ha divorciado por ejemplo, pues tiene que cambiar el nombre y no puede usar la tarjeta con el nombre de su marido...”.

La señora, recuperado ya el color natural, mira fijamente a la rubia, niega con la cabeza y sentencia: “no, está muerto” Por si quedaba alguna duda.
“Ah, pues vaya usted a la planta tercera, atención al cliente”

Cuando por fin se va la señora, hacia la tercera planta supongo, la cajera me mira buscando comprensión “ofú, lo que hay que hablar aquí” me suelta. Yo sonrío y pago mi compra, qué voy a hacer. “Pues menos mal que no te has hecho locutora radiofónica…o psicóloga infantil…” pienso mientras me alejo atónita, olvidados ya los carretes de hilo, imaginando qué pensaría el difunto marido de Nicolasa, que así se llamaba la viuda, si supiera que su muerte ha dado lugar a tales controversias mundanas. Y es que no somos nada.

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