Cádiz – Sevilla

Hoy he conocido a Nicolás Pisa Castro. Caló. Edad indefinida entre los treinta y los cuarenta. Residente en El Puerto de Santa María, Cádiz, en un vecindario que, según sus propias palabras, “da alegría de verlo”. Lo dice muy serio, mientras recuerda con cierta amargura que antes, durante 24 años, vivió en las tres mil.
Vamos en el tren, sentados uno al lado del otro. Tiene los ojos saltones, verdes, el pelo negro y rizado con un estilo que estuvo de moda allá por los 80. Va de blanco, con la consabida cadenita de oro al cuello, sin esconder su panza y gesticulando con sus manos regordetas. Me pregunta qué leo, le enseño mi libro y dice el título en alto lentamente, le cuesta un poco leer.
Yo vuelvo de la playa, él va al velatorio de su padre. Sin embargo habla por lo codos, con un vocabulario mitad inventado y mitad incomprensible, que haría revolverse en su tumba al mismísimo Umbral. Es todo alegría, “¿Sabes por qué?” me pregunta, “Porque yo tengo el goso del Señor dentro, la alegría de su grasia y me tengo que preocupar por mi. Los demás que encuentren su propio caminar” asegura mostrando un diente moribundo en el frontal de la boca.
Yo le pregunto si cree que su padre está en el cielo. “No” contesta, “porque era un borracho”. Y los borrachos no van al cielo porque, por lo visto, no tienen la buena voluntad para ir hacia el bien y así Dios, aunque con infinitud de perdón, no les puede perdonar.
Nicolás Pisa Castro es de la Iglesia Evangelista. Incluso canta en el coro. Asegura que es un calco del Camarón, igualito, que si le oigo cantar no sabría decir si es o no el verdadero que ha resucitado. Y me canta un poco. Yo pienso que el resto de los viajeros tienen que estar flipando mientras él me cuenta que quiere grabar su propio disco. Desgraciadamente su madre y su hermana no le dejan, porque ese es un mundo muy malo, lleno de pecado y de tentasiones: “que si sal un poco, que si tomate una copa…” enumera con sus dedazos, y eso no es para él.
Es evangelista por creencia y por herencia. Su abuelo fue el primero que predicó en Andalucía gracias a que a él lo iluminaron unos gitanos que vinieron de Francia. Me cuenta riéndose que estos religiosos franceses vinieron a Andalucía con la firme convicción de evangelizar a la raza caló, pero los ignorantes se rieron de ellos. Incluso 2 gitanas, y aquí se pone serio, les enseñaron el culo en medio de burlas y risas. Sin embargo, el abuelo Pisa los escuchó y desde entonces es Siervo (descubro que eso es el equivalente a un cura). Y así lo aprendió él.
Habla de la Biblia sin parar. “Tienes que leerla” intenta convencerme “porque esas historias son verdad y esa es la verdadera realidad”. Un argumento que no puedo refutar, no tanto por su evidente inconsistencia teológica, sino porque no me da tregua. “El Apocalisi” así, sin pe ni ese final, “es lo que vendrá, la bestia, el diablo que está en todas partes, con sus siete cabezas de mujer”. Me asustaría si no fuera por su pinta de bonachón y porque me encuentro ocupada esquivando los perdigones que lanza al hablar. “Por ejemplo” continua “cuando vivía en las tres mil yo veía al diablo en todas partes, los chicos que se endrogaban, se fumaban papel de plata en los portales… yo probé las drogas, y eso está mal. Pero yo tengo que encontrar mi propio caminar, aunque sienta estima de los pobresitos, que les doy un bocadillo porque pesan 40 o 50 kilos, pero no puedo haser ná má”.
Nicolás se baja en San Bernardo con su familia, una hermana y su sobrino, un niño con pinta de ser más listo que el hambre. Antes de irse me bendice y el niño me pregunta si tengo ordenador, al contestarle que sí me dice “pues mira en Youtube evangelización Pisa”. Intuyo que es el abuelo predicando. Y eso haré, porque aunque no piense hacerme evangelista de momento, Nicolás Pisa Castro bien se ha ganado un ratito de mi tiempo.

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