Él

A las ocho y media de la tarde de un viernes de agosto lo estaba arrancando de su vida igual que se retira un esparadrapo de una quemadura: lenta y dolorosamente. Pero imprescindible para que sane la herida.

Se despidió de él casi suplicándole que no fuera infeliz. No dijo "sé feliz" sino "no seas infeliz". Era más apropiado así. Él prometió que de llegar ese día la llamaría. Ella hizo una mueca y asintió como una autómata mientras pensaba que no, que no querría saberlo.

Esa misma madrugada ella estaría en otros brazos, en una terraza viendo amanecer entre la Giralda y El Salvador. El Salvador, solamente el día después se daría cuenta de lo apropiado que era. Entonces no; entonces en aquella terraza, con la última brisa de la noche, recordaba otra azotea en Roma, una desde la que se veía Santa María Maggiore.

Tantas azoteas, tantos amantes... y ninguno, nadie, podría nunca mirarla como él.

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