Tres

Tres eran tres los estrábicos en el tren. Entraron mientras yo leía disfrutando de mi soledad en el vagón.  Se quedaron de pie, en el pasillo, mirándome (o quizá no) con cara de extrañeza, como si yo no debiera estar allí. Volvieron a comprobar los números de asientos asignados en sus billetes y se pusieron a dar vueltas desconcertados, en círculos, como hormigas que han extraviado su senda.

La mujer más joven era rubia y alta, aunque ahí se acababa todo su parecido con una top model. Llevaba gafas de pasta rosa, como de señorita Pepis, encajadas en su cara de haber mordido un limón hace pocos segundos. Mientras se movía nerviosa, se acercaba excesivamente al billete que sostenía en su mano haciendo evidentes esfuerzos para leerlo.

- Pone 173, sí- sentenció finalmente.

- ¿¿Y por qué nos ponen separados??- dijo malhumorado una mole estrábica, como si RENFE conspirara contra ellos. Entrecerraba los ojos forzosamente detrás de los gruesos cristales de sus gafas de pasta negra, gesto que hacía que se le arrugara la nariz y a la vez se le subiera el labio superior haciendo de su cara un gurruño.

En una pausa de su ir y venir, la mujer mayor, quizá la madre de los otros dos, miró el asiento 173 con desconfianza y tras unos segundos manifestó su única preocupación:

- Yo lo único que no quiero es ir de espaldas.
Y acto seguido se sentó muy dignamente en un asiento que iba de cara a la marcha.
- Bah, no creo que ya me echen ¿no?
Sus retoños se sentaron en los dos asientos de enfrente mientras la tranquilizaban
- No creo, que va. Ya es tarde…

 De repente, algo llamó su atención:
- Aquí pone “uve ce”- señaló con el dedo la buena señora por encima de mi cabeza mientras se acercaba- ¿¿esto es el baño??

Sus hijos se levantaron para inspeccionar. Los tres se pegaron a la pared tocando por las esquinas, palpando los bordes, buscando una puerta secreta o una pista de la existencia de un baño en el vagón. Como auténticos arqueólogos abriendo la tumba de un faraón. Como Indiana Jones.

Empezaban a impacientarse, y aunque me estaba divirtiendo, decidí intervenir.
- Hay un botón por ahí para abrir la puerta, pero creo que empieza a funcionar cuando el tren se pone en marcha.
- Aaaahhh- admiración general.
- Claro – dijo la señora que lo vio todo claro- y cuando se encienda la luz se abre tirando de aquí….
- ¡No! – exclamé dando un respingo mientras su mano se aproximaba a la palanca roja– ¡eso es el freno de emergencia!
Volvieron a sentarse por fin, maravillados de la tecnología ferroviaria, mientras yo rezaba para que no tuvieran que hacer uso del servicio.
  
No llevábamos una hora de viaje cuando empezamos a oír unos gritos desesperados. Berridos que hacían temerse lo peor: quizá alguien se había amputado un dedo al cerrar una puerta, o estaban secuestrando el tren... Los estrábicos y yo asomamos las cabezas por el pasillo, como en un episodio de Scooby Doo, y una mujer al otro lado nos tranquilizó:
- Es que se ha quedado encerrado en el baño…- dijo con cara de resignación- ya he llamado al revisor.
El niño prisionero aullaba como si lo estuvieran matando. “Las tecnologías tan modernas es lo que tienen…” fue la conclusión general, mientras el revisor rescataba al niño aterrorizado y nos anunciaba la existencia de un servicio “de los de toda la vida, con pestillo manual” al final del siguiente vagón. Por si acaso.
Ni estrábicos, ni niños ni yo nos atrevimos a pisar el baño en lo que quedó de viaje. Y es que no te puedes fiar de RENFE.

Perdí la pista de la simpática familia al bajarnos en Santa Justa. Lo último que me dijeron fue un “hasta luego” sin mirarme a la cara (o quizá sí) y siguieron su camino. Yo me los imagino por el mundo, inquietos, inspeccionando toda suerte de objetos y acercándolos tanto a sus caras que dejarán la huella de su aliento en ellos. Nadie es perfecto.

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